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Quijotipsum
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En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivÃa un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocÃn flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumÃan las tres partes de su hacienda.
Enlazando: Quijotipsum (actualización, enlace roto)
Actualizando: Si quieres tener algunos fragmentos listos para copiar y pegar, te dejo por aquà el primer capÃtulo de Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes para que puedas usarlo en tu dÃa a dÃa.
El Ingenioso Hidalgo de Don Quijote de la Mancha
CapÃtulo Primero
Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivÃa un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocÃn flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumÃan las tres partes de su hacienda. El resto della concluÃan sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los dÃas de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. TenÃa en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que asà ensillaba el rocÃn como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenÃa el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosÃmiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerÃas con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerÃas en que leer; y asà llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecÃan tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecÃan de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafÃo, donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando leÃa: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perdÃa el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y recibÃa, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejarÃa de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allà se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál habÃa sido mejor caballero, PalmerÃn de Inglaterra o AmadÃs de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decÃa que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podÃa comparar, era don Galaor, hermano de AmadÃs de Gaula, porque tenÃa muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentÃa no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los dÃas de turbio en turbio, y asÃ, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasÃa de todo aquello que leÃa en los libros, asà de encantamientos, como de pendencias, batallas, desafÃos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leÃa, que para él no habÃa otra historia más cierta en el mundo.